Empuñando triunfalmente el cetro, como un emperador romano, conduce un humilde arriero dos soberbios corceles, de aquellos cuyas orejas miden palmo y medio. El uno, cargado de esponjas, iba tan ligero como la posta; el otro a paso de buey: su carga era de sal. Anda que andarás, por sendas y vericuetos, llegaron al vado de un río, y se vieron en gran apuro .El arriero, que pasaba todos los días aquel vado, montó en el asno de las esponjas, arreando delante al otro animal. Era este antojadizo, y yendo de aquí para allá, cayó en un hoyo, volvió a levantarse, tropezó de nuevo, y tanta agua tomó, que la sal fue disolviéndose, y pronto sintió el lomo aliviado de todo cargamento.
Su compinche, el de las esponjas, quiso seguir su ejemplo, como asno de reata; zambullóse en el rió, y se empaparon de agua todos: el asno, el arriero y las esponjas. Estas hiciéronse tan pesadas, que no pudo llegar a la orilla, la pobra cabalgadura. El mísero arriero abrázabase a su cuello, esperando la muerte. Por fortuna, acudió en su auxilio no sé quien; pero lo ocurrido basta para comprender que no conviene a todos obrar de la misma manera.
Y esa es la conclusión de la fabula.
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