domingo, 30 de septiembre de 2007

El pastor y el León


No son las fábulas tan triviales como parecen: en ellas, el animal más ínfimo nos sirve de maestro. La elección moral, severa y desnuda, nos aburre: el apólogo, con sus ficciones, nos la hace tragar mejor. Esas ficciones deben tener un doble objeto: agradar e instruir. Contar cuentos no más por contarlos, parece cosa baladí. Por eso, dando rienda suelta a su fantasía, han cultivado este género autores insignes. Han evitado todos la profusión de adornos y las prolijidades. No se encuentran en sus obras palabras demás. Fedro era tan sucinto, que hay quien por ello le crítica; Esopo era aún más Lacónico. Pero, sobre todos, cierto fabulista griego era extremado en esto del Laconismo: sus narraciones se encierran siempre en cuatro versos: si lo hizo bien o mal, díganlo los maestros. Veamos cómo trata un argumento que trato también Esopo: el uno saca a escena un pastor, el otro un cazador. He seguido su idea, aunque añadiendo algunos pormenores. Comencemos por la narración de Esopo.

Notó un pastor que faltaban ovejas a su cuenta, y quiso pillar al ladrón. Tendió lazos, cerca de una caverna; eran de los que se usan para cazar lobos, porque de éstos sospechaba. Antes de marchar de aquel sitio: “¡Oh Júpiter! exclamó, si haces que a mi presencia caiga el ladrón en estos lazos, de mis veinte becerros, te consagrare el más hermoso y rollizo”. Apenas hablo así, salió de la caverna un corpulento y terrible león. Escondiese el Pastor medio muerto, y así decía el desdichado: “¡Cuán poco sabe el hombre que lo pide!” Para encontrar al ladrón de mi rebaño, y verle prendido en esos lazos, te ofrecí un becerrillo, oh soberano del olimpo; ahora te ofrezco el mejor de mis bueyes si me lo quitas de delante”.

Así cuenta el caso el fabulista maestro; pasemos a su imitador.

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