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sábado, 13 de octubre de 2007

Un animal en la luna


Asegura un filósofo que nos inducen a error nuestros sentidos; sostiene otro que nunca nos engañan. Tienen razón entrambos: la filosofía está en lo cierto al decir que los sentidos son falaces cuando fundamentamos en ellos nuestros juicios; pero, si rectificamos la imagen del objeto, atendiendo a la distancia, al medio que la rodea, si rectificamos la imagen del objeto, atendiendo a la distancia, al medio que la rodea, al órgano que lo percibe y al instrumento que lo auxilia, los sentidos no nos chasquearán. La naturaleza lo ordeno todo sabiamente: en otra ocasión diré el por qué. Veo el sol: ¿cuál es su forma? Desde aquí abajo, el enorme astro no tiene más que tres palmos de circunferencia; pero si se le viese allá arriba, en su propia esfera, ¡Cuan grande aparecería a mi vista ese ojo del universo! La distancia me hace formar idea de su magnitud: el cálculo del ángulo y sus lados la determina. El ignorante cree que el sol es llano, como un plato; yo, con el estudio lo veo esférico. Hago más: lo detengo en el cielo, y mientras permanece inmóvil, la tierra gira en torno suyo. De modo que desmiento a mis propios ojos: la ilusión visual deja de engañarme. Mi razón, en todos, los casos, descubre la verdad oculta bajo la apariencia, separándose de mis ojos, demasiado prontos quizás, y de mis oídos, demasiado tardos. Cuando se dobla el palo, que introduzco en el agua, mi inteligencia lo endereza. La inteligencia lo decide todo en definitiva. Con su auxilio, jamás me ilusionan mis pupilas, aunque siempre están mintiéndome. Si hubiese de juzgar por lo que me hacen ver, creería que la luna tiene cara de vieja. Eso, ¿Puede ser? No. ¿De dónde proviene, pues, tal ilusión? Las desigualdades del disco lunar producen ese efecto. La luna no tiene lisa la superficie: monstruosa en unos puntos, llana en otros, las sombras y resplandores figuran a veces un hombre, un buey o un elefante. En tiempos de antaño ocurrió algo de eso en Inglaterra (1).
Dispuesto y apuntado el telescopio, apareció un nuevo animal en el disco de la luna. ¡Que sorpresa para todos! ¿Habría ocurrido en aquel astro algún cambio precursor de terrible cataclismo? Quizás la guerra que había estallado entre poderosas naciones, era consecuencia de él. Acudió el monarca; como corresponde a un rey, protegía estos sublimes estudios. Y también pudo ver el rey aquel monstruo, fijo en el disco lunar. ¿Y qué era? Un ratoncillo, que se había metido entre los lentes del telescopio. ¡Aquel era el pronóstico y el origen de la tremenda guerra! Todos soltaron el trapo a reír. ¡Nación dichosa! ¿¡Cuándo podrán los franceses dedicarse por completo, como ella, a útiles tareas (2)!?Marte nos da abundante cosecha de gloria: teman nuestros enemigos los combates busquémoslos nosotros sin miedo, seguros de que la victoria, amante de Luís (3) le seguirá siempre. Célebre le harán en la historia sus laureles. Tampoco nos han abandonado las musas; disfrutamos sus delicias. Deseamos la paz; pero no hasta el punto de suspirar por ella. Carlos (4) sabe disfrutar sus goces: sabría también distinguirse en las lides, conduciendo a Inglaterra a los bélicos ejercicios de los que hoy es pacifica espectadora. Pero, si pudiese apaciguar la contienda ¡Cuánto aplauso alcanzaría! No habría gloria digna de el. La misión de Augusto ¿No fue tan noble y digna como la del Cesar? ¿Cuando vendrá la paz, y nos dejara entregarnos a las artes, como tú, pueblo dichoso?

(1) Atribuyose a un astrónomo de la Sociedad Real de Londres el burlesco incidente que dio motivo a Lafontaine para las reflexiones sobre los errores de nuestros sentidos de los que habla esta fabula.
(2) Inglaterra estaba en paz con todas las naciones, mientras que la Francia batallaba con Holanda, Alemania y España
(3) Luís XIV de Inglaterra
(4) Carlos II de Inglaterra.


viernes, 12 de octubre de 2007

La cabeza y la cola de la culebra


La culebra tiene dos partes, igualmente enemigas del género humano: la cabeza y la cola, y ambas han prestado grandes servicios a las parcas, hasta el punto de que antaño tuvieron luengas disputas sobre cuál debía ir delante. La cabeza había ido siempre en la vanguardia. La cola se quejo a los cielos, diciendo: “Hago leguas y más leguas de camino, al capricho de ésta: ¿He de someterme siempre a él? Soy su humilde secuaz, y eso no debe ser: hermana suya me han hecho, y no sierva. ¿No somos de la misma sangre? Tratadnos, pues, de igual manera. Lo mismo que ella, tengo un veneno poderoso y activo. Mi pretensión es que lo dispongáis de modo que, por turno, preceda yo a mi hermana la cabeza. La conduciré tan bien, que no tendrá motivo de queja.” El cielo acogió estas instancias con una bondad cruel. ¡Que malos resultados tiene a veces su condescendencia! Sordo debiera ser a los ruegos insensatos. No lo fue entonces, y la nueva conductora, que en pleno día no veía más claro que en boca de lobo, topaba con los árboles, con las piedras, con los transeúntes, y de tumbo en tumbo, despeño a su hermana en la laguna Estigia.
¡Ay de los estados que caen en ese error!

El gato, la comadreja y el gazapillo


La astuta comadreja se apoderó una mañana del alcázar de un gazapillo. Como el dueño estaba ausente, no tropezó con ninguna dificultad. Instalo allí sus penates, mientras él festejaba a la aurora entre los romeros y tomillos. Después de desayunarse y corretear a sus anchas, volvió Juan Conejo a su subterránea mansión. La comadreja asomaba el hociquillos por la ventana. “¿¡Qué veo Dioses hospitalarios!?” exclamo el animal arrojado del hogar paterno: “Salid al punto señora comadreja, o aviso a todas las ratas del contorno.”La dama del hocico en punta contestó que en el mundo todo era del primer ocupante. ¡Bonito casus belli, aquella madriguera en que sólo se podía entrar a rastras! “Y aun cuando fuera un imperio, quisiera saber, decía, qué ley lo ha adjudicado para siempre a Don Juan Conejo, hijo de Don Pedro Conejón, o de Don Pablo Conejazo, con preferencia a Don Blas Conejillo, o a mí misma” Juan Conejo alegó el uso y la costumbre . “Estas son las leyes, decía, que me han hecho dueño y señor de esta morada, transmitiéndola de padres a hijos. ¿Puede tener más fuerza el derecho del primer ocupante?- Pues bien: no alborotemos; sometamos el asunto al Dr. Raminagrobis.” Era éste doctor un gatazo que hacía vida de ermitaño, piadoso y cachazudo; un santo varón gatuno, muy orondo, y de buen pelo, árbitro expertísimo en todos los casos arduos. Juan Conejo lo acepto por juez. Hételos ya delante de su majestad felina. “Hijos míos, les dice, acercaos, acercaos más; estoy algo sordo: ¡achaques de la vejez!” Acercáronse ambos litigantes, sin recelar nada. Así que los vio a tiro, el santo varón les echó las dos zarpas a la vez, y los puso de acuerdo engulléndoselos juntos.

Lo cual es punto por punto, semejante a las disensiones de los pequeños príncipes sometidos a monarcas poderosos.

Las dos adivinas


Del azar nace casi siempre la opinión de las gentes, y esa opinión es la que forma el concepto en que se tiene a las personas. Muchos ejemplos pudiera alegar; en el mundo todo es preocupación, cábala y encaprichamiento, justicia, poco o nada. Esta es la corriente. ¿Quién se opone a ella? Siempre fue lo mismo, y lo mismo será siempre.
Había en París una mujer, que hacia de Pitonisa. A cada momento iban a consultarla. Una porque, había perdido un dije; otra, porque tenía un amante o porque su marido bebía demasiado; un marido, porque tenía mujer celosa; un hijo, porque su madre era muy severa y gruñona; todos corrían a casa de aquella sibila para que les pronosticase lo mismo que deseaban. Toda la ciencia de la adivina consistía en perspicacia y astucia. Algunas frases cabalísticas, mucha osadía y la casualidad algunas veces, concurrían para hacer creer en estupendas profecías, y de esta manera se hacía pasar por un oráculo. El oráculo estaba encerrado en un chiribitil, y allí ganó tanto dinero, que sin contar con otros recursos compró un empleo para su marido, y casa decente donde vivir.

Ocupó el chiribitil otra inquilina, a quien toda la ciudad, chicos y grandes, hombres y mujeres, iban a preguntar, lo mismo que antes, la buenaventura, de modo que aquel camaranchón, acreditado por la dueña anterior, viose convertido en otro antro de la Sibila. Su nueva huéspeda no podía quitarse la gente de encima.-“¡Yo adivina! Exclamaba, ¡os burláis de mí! Si no se leer ni escribir. Trabajo me ha costado aprender el Padrenuestro.” Pero no atendían razones. Tuvo que resignarse, que pronosticar y predecir, y llenar la bolsa de doblones, y ganar a la fuerza más que cuatro abogados. El aspecto y mueblaje de la casa contribuían al éxito. Cuatro sillas cojas, un mango de escoba, todo olía a sábado y a aquelarre. Si aquella buena mujer hubiese dicho verdades como puños en un aposento bien tapizado, nadie le hubiera creído. El prestigio estaba en el chiribitil.
La otra adivina se hundió.

La muestra y el rótulo aseguran la parroquia. He visto en los tribunales una toga mal puesta ganar mucho dinero. Habíala tomado la gente por el letrado A o B, que era en el foro campana gorda.

Ingratitud e injusticia de los hombres para con la fortuna


Era un comerciante, que traficando por mar, se enriqueció. Hizo muchos viajes, triunfando siempre de los vientos. Ningún escollo, arrecife ni remolino cobró peaje de sus mercancías. Eximiole la suerte de todo percance. Neptuno y las parcas imponían su derecho a todas sus camaradas, mientras que la fortuna se encargaba de llevar sus barcos a puertos de salvación. Socios y factores, todos le fueron fieles. Vendió muy bien su tabaco, su azúcar y su canela. Disputábanse sus porcelanas de China. La moda y el lujo aumentaron prodigiosamente su caudal; llovía oro en su gaveta. En su casa no se hablaba más que de doblones. Tenía perros, caballos y coches. Sus comidas de vigilia parecían banquetes de bodas. Viendo aquellos suntuosos festines, díjole un amigo: “¿De donde proviene tan buen trato?- ¿De donde ha de provenir más que de mi ingenio? Todo me lo debo a mí mismo, a mis afanes, a mi acierto en arriesgarme a tiempo y colocar bien el dinero. ”
Como el lucro es una cosa tan dulce y tentadora, arriesgó de nuevo el capital que había hecho, pero esta vez nada le salió bien. Culpa fue de su imprudencia; un buque mal equipado perdiese a la primera borrasca; otro mal provisto de armas, fue presa de corsarios; un tercer buque que pudo llegar a puerto, no despacho el cargo. El lujo y la moda habían cambiado. En fin, víctima de factores que le engañaron y de sus excesivos dispendios en edificaciones y francachelas, quedó pobre de repente. Su amigo, viéndole en tan mísero estado, le pregunto: “¿Y esto de que proviene?- ¡Ay, contestó, azares de la fortuna!- Consolaos, replicole, si la fortuna no quiere que seáis dichoso, sed por lo menos prudente y razonable.”

No sé si atendió el consejo. Lo que sé es que cada cual imputa, en caso parecido, su prosperidad a su propio trabajo e industria; y si por culpa suya tiene algún fracaso, desátase en querellas contra su ala suerte. El bien lo debemos siempre a nosotros mismos; el mal nos lo envía la fortuna. Siempre queremos tener razón, y que ella sea la culpable.

El hombre que corre tras la fortuna, y el que la aguarda en su cama

¿Quién no corre tras la fortuna? Quisiera estar en un sitio donde pudiese ver la muchedumbre de los que buscan en vano, de ceca en meca, a esa hija de la suerte, cortesanos afanosos de un fantasma volador. Cuando creen estar ya a sus alcances, la veleidosa escapa a sus pesquisas. ¡Pobres gentes! Las compadezco, porque los locos son más dignos de lástima que de enojo. “Tal sujeto, dicen, plantaba coles, y llegó a papa. ¿No valdremos tanto como él?” Valdréis tal vez cien veces más, pero ¿de que sirven nuestros meritos? ¿No es ciega la fortuna? Y por otra parte, el ser Papa, ¿Vale lo que cuesta? ¿La perdida del reposo? El reposo, tesoro de tal precio que en otro tiempo era la felicidad de los dioses, no lo otorga casi nunca la fortuna a sus favorecidos. No vayáis tras de esa diosa, y ella misma os buscará: así hacen siempre las mujeres.
Dos amigachos vivían en una aldehuela, en la que tenían alguna hacienda. Uno de ellos suspiraba sin cesar por la fortuna, y le dijo al otro: “¿Por qué no dejamos esta tierra? Bien sabes que ninguno es profeta en su patria. Probemos nuestra suerte en otra parte.-Pruébala tú, le contesto su camarada; yo no deseo mejor país, ni mejor vida. Sigue tus impulsos; pronto volverás. Te prometo que he de estar durmiendo hasta que vuelvas.”

El ambicioso, o quizás avariento, emprendió el camino, y al día siguiente llegó a un punto que debe frecuentar más que ningún otro la diosa fortuna, porque aquel lugar era la corte. Fijose en ella por algún tiempo; allí estaba de día y de noche a todas horas, y en todo se metía; pero nada le salía bien. “¿En qué consistirá esto? Pensaba. Tendré que buscar mi suerte en otra parte, y sin embargo, la fortuna habita en este sitio. Todos los días la veo entrar en casa de unos y otros ¿Cómo es que a la mía no viene? Bien me dijeron que no gusta del carácter ambicioso de estas gentes. ¡Adiós, pues, cortesanos: id en buena hora tras de una sombra que os engaña! Donde tiene la fortuna los mejores templos, es en la India; vamos allá” Y así que lo dijo, marchó a embarcarse.
Alma de bronce, y aún más dura que el diamante, hubo de tener el prior hombre que probó el camino de las aguas, desafiando los furores del mar. Nuestro campesino, durante su viaje, volvió los ojos más de una vez hacia su aldea, afrontando los peligros de los piratas, de los huracanes, de la calma chicha y de los escollos ignorados, ministros todos de la muerte. ¡Con cuántos trabajos vamos a buscarla en remotas playas, habiendo de encontrarla tan pronto sin salir de casa! Llego el viajero al Mogol.; allí le dijeron que donde prodigaba entonces la fortuna sus favores, era en el Japón. Volvió a emprender el camino. Habíanse cansado los mares de conducirlo, y todo el fruto que sacó de sus largas correrías, fue esta lección, que dan los salvajes a los civilizados: “Quédate tranquilo en tu casa, aleccionado por la experiencia.”En el Japón no tuvo más suerte nuestro hombre que en el Mogol; y al fin hubo de convencerse de que había hecho una solemne tontería dejando su pueblos. Renunció a los viajes infructuosos; volvió a su tierra, y al ver de lejos su casa, lloró de jubilo exclamando: “¡Dichoso quien vive tranquilo en su hogar, y sólo se ocupa de moderar sus deseos! No sabe, más que de oídas lo que es la corte, y el mar, y tu imperio, oh fortuna loca, que nos presentas a la vista honres y riquezas, tras los cuales corremos hasta el fin del mundo, sin ver cumplidas nunca tus promesas. Desde hoy, ya no me muevo, y lo pasare cien veces mejor”. Razonando de esta suerte y habiendo formado tal propósito en contra de la fortuna, dio con ella; estaba sentada a la puerta de su amigo, que dormía a pierna suelta.