lunes, 29 de octubre de 2007

El gato y la zorra


El gato y la zorra, como si fueran dos santos, iban a peregrinar. Eran dos solemnes hipocritones, que de indemnizaban bien de los gastos de viaje, matando gallinas y hurtando quesos. El camino era largo y aburrido: disputaron sobre el modo de acortarlo. Disputar es un gran recurso; sin él nos dormiríamos siempre. Debatieron largo tiempo, y después hablaron del prójimo. Por fin dijo la zorra al gato.

“Pretendes ser muy sagaz, y no sabes tanto como yo. Tengo un saco lleno de estratagemas y ardides.
-Pues yo no llevo en mis alforjas más que una; pero vale por mil”

Y vuelta a la disputa. Que sí, que no, estaban dale que dale, cuando una jauría dio fin a su contienda. Dijo el gato a la zorra:
“Busca en tu saco, busca en tus astutas mientes una salida segura; yo ya la tengo”
Y así diciendo se encaramo bonitamente al árbol más cercano. La zorra dio mil vueltas y revueltas, todas inútiles; metiese en cien rincones, escapó cien veces a los valientes canes, probó todos los asilos imaginables, y en ninguna madriguera encontró refugio; el humo la hizo salir de todas ellas, y dos ágiles perros la estrangularon por fin.
Piérdase a veces un negocio por sobra de expedientes y recursos; se malgasta el tiempo buscando cuál es el mejor, probando esto, lo otro, y lo de más allá.
Mejor es tener una sola salida; pero buena.

Júpiter y el pasajero


¡Cuánto enriquecerían a los Dioses los peligros si nos acordásemos de las promesas que en ellos hicimos! Pero, pasado el apuro, nadie vuelve a pensar en lo ofrecido al cielo; sólo nos fijamos en lo que debemos a la tierra. “Júpiter, dice el impío, es un acreedor tolerante; jamás nos envía el alguacil” ¿Qué más alguacil que el trueno? ¿Qué nombre dais a esas advertencias?

Sorprendido por la tormenta, ofreció un navegante cien bueyes al vencedor de los titanes. El caso era que no tenía un solo buey, y lo mismo le hubiera costado prometer cien elefantes. Cuando estuvo en la playa, quemó algunos huesos, y el humo subió a las narices de Júpiter. “Señor Dios, le dijo, acepta mi promesa; perfume de buey sacrificado respira tu sacra majestad. El humo es la parte que te corresponde; no te debo otra cosa.” Júpiter hizo como que reía; pero, pocos días después, tomó la revancha, enviándole un sueño para revelarle que en cierto lugar había un tesoro escondido. Nuestro hombre corrió a buscarlo; topó con unos ladrones, y no teniendo en la bolsa más que un escudo., prometioles cien talentos de oro, bien contados, del tesoro que buscaba y que estaba en tal punto soterrado. Parecioles sospechoso el sitio a los bandoleros, y uno de ellos le dijo: “Burlándote estás de nosotros, amiguito; muere, y llévale a Plutón tus cien talentos.”

El cirio


Las abejas provienen de la mansión de los Dioses. Las primeras se instalaron según cuentas, en el monte Himeto, y se saciaron allí de los dulcísimos tesoros que engendra el soplo de los céfiros. Cuando les robaron, la ambrosía que guardaban esas hijas del cielo en las celdas de su palacio, o para hablar claro, cuando a los panales, desprovistos de miel, sólo les quedo la cera, comenzó la fabricación de los cirios. Uno de estos, viendo que la tierra, convertida n ladrillo por la acción del fuego, resistía las injurias del tiempo, quiso lograr aquel privilegio, y como nuevo Empedocles (1) condenado al fuego por su insensatez, lanzase al horno. Mala idea tuvo: aquel Cirio no entendía pizca de filosofía.
Todo es distinto en el mundo: sácate de la cabeza, amigo lector, que los demás seres sean de la misma pasta que tú: el Empedocles de cera se fundió en las brazas; tan loco fue como el otro.

(1)Empedocles, no pudiendo comprender las maravillas del Etna, se echó dentro del volcán, y para que la posteridad no ignorase aquel arrojo, dejó las sandalias al pie de la montaña.

Nada con exceso


Nadie procede con la debida moderación: en todas las cosas hay que guardar ciertamente temperamento. ¿Lo hacemos así? No: siempre pecamos por carta de más o por carta de menos.
El trigo, rico don de la rubia Ceres, si crece demasiado espeso y lozano, esquilma la tierra y no grana bien. Lo mismo pasa a los árboles. Para corregir ese defecto del trigo, permitió Dios a los carneros que cercenasen la exuberancia de las mieses pródigas. Echáronse sobre ellas, y tal destrozo hicieron, que el cielo dio licencia a los lobos para devorar algunas reses. ¿Qué hicieron los lobos? Acabar con todas ellas, y si no acabaron, esa era su intención. Después el cielo encargó a los hombres que castigasen a aquellas bestias, y os hombres, a su vez abusaron del divino mandato. De todos los seres nadie es tan dado a abusar como la raza humana. Chicos y grandes, todos pueden ser acusados de este defecto. Nadie está exento de él. “Nada con exceso” es una máxima citada por todos y por nadie observada.

El lobo y el perro flaco


Habéis visto en otra fábula que por más que hizo el pececillo, lo echaron a la sartén. Dí a entender entonces que soltar lo que tenemos en la mano, con la esperanza de atrapar mejor presa, es gran imprevisión. El pescador tenía razón; el pececillo hacía bien: cada cual se defiende como puede. Ahora voy a robustecer lo que entonces sostuve con un nuevo ejemplo.
Cierto lobo, tan torpe como cuerdo fue aquel pescador, encontrando un perro lejos de poblado, arremetió contra él. Alegó el perro su escualidez: “Considere vuesa merced, decía, mi estado mísero; aguarde un poco para llevárseme: mi amo va a casar a su hija única, y claro es que, estando de bodas, he de engordar aunque no quiera.” Diole crédito el lobo y lo soltó. Volvió a los pocos días para ver si su perro, estaba ya de buen año; pero el picarón se hallaba metido en casa, y a través de una verja le dijo: “Voy a salir, amigo mío: aguárdanos: ahora mismo estaremos ahí el portero y yo” El portero era un perrazo enorme, que despachaba a los lobos en un santiamén. El rapaz se detuvo un momento, y diciendo después “dad expresiones al portero,” echó a correr. Era ligero de piernas y también de cascos. No había aprendido aún bien su oficio de lobo.

La ostra y los litigantes


Un día encontraron dos peregrinos en la arena de la playa una ostra que acababan de traer las olas; devorábanla con los ojos, señaláronsela con el dedo; pero al tratar con los dientes, tuvieron que disputársela. Bajábase ya el uno para cogerla, cuando el otro le dio un empello, diciendo: “Vamos a ver a quién le corresponde. El primero que la haya visto, ese la engullirá; el otro, le mirará. – Si eso vale, contestó el camarada, yo tengo muy buena vista, gracias a Dios.- No es mala tampoco la mía, replicó el primero, y os digo que he divisado la ostra antes que vos.-Pues bien: si la habéis divisado, yo la he olido ”

Estaban es estos dimes y diretes, cuando llego Don picapleitos, y le tomaron por juez. Son picapleitos abrió gravemente la ostra y se la tragó, a las babas de los litigantes. Y después de haberla saboreado, dijo con tono de presidente de sala: “Tomad; el tribunal os adjudica a cada uno de vosotros una d las conchas; marchad en paz”

Considerad lo que cuestan hoy los litigios; calculad lo que les queda en limpio a las partes; veréis cómo Don picapleitos se queda con todo el grano y no deja a los litigantes más que la paja.

El loco vendiendo sabiduría


Huid siempre de los locos, es el mejor consejo que puedo daros. Abundan en la corte, y suelen gustar de ellos los príncipes, porque asestan sus tiros a los bribones y a los majaderos.

Iba gritando un loco por las calles y plazuelas que vendía sabiduría, y muchos crédulos corrían a comprarla. Hacíales extrañas gesticulaciones, y después de sacarles el dinero, les obsequiaba con un tremendo bofetón y un bramante de dos brazas de largo. La mayor parte de los engañados se sulfuraba; pero, ¿de que les servia? Quedaban burlados doblemente: lo mejor era tomarlo a risa o marcharse sin abrir la boca con el bramante y la bofetada. Buscar a aquello algún sentido hubiera sido hacerse silbar como solemnes mentecatos. ¿Qué razón explica los actos de un loco? El azar es la causa de todo lo que pasa en una mollera trastornada. Pero, cavilando sobre el bofetón y el bramante, uno de los burlados fue a buscar a cierto doctor varón, que sin vacilar le contestó: “El hilo y la bofetada son preciosos jeroglíficos: toda persona d seso debe mantenerse apartada de los locos la longitud de ese cordel. Y si no lo hace así, se expone a atrapar algún moquete. No os engaño el loco: vende sabiduría.”

El escultor y la estatua de Júpiter


Gustole tanto a un escultor un magnifico bloque de mármol, que al punto lo compró “¿En qué convertirá este mármol mi cincel? Se preguntó. ¿Haré de el un Dios, una mesa o una cubeta? Dios será, y ha de esgrimir con la diestra el rayo: ¡Temblad mortales y dirigidle vuestras suplicas! ¡Ahí tenéis al señor del universo!”
Supo dar tan propia expresión al ídolo, que la gente no echaba de menos en aquella imagen de Júpiter más que el habla, y hasta se cuenta que el artífice, cuando la vio terminada, fue el primero que tembló, asustado de su misma obra. No fue menor en otros tiempos la flaqueza de los poetas, que temieron la ira, y la cólera de divinidades por ellos mismos inventadas. Hacían en esto como los niños, a quienes preocupa continuamente el miedo de que se irriten y disgusten sus muñecos. Sigue fácilmente el sentimiento a la imaginación, y de esta fuente brotó el error del paganismo, extendido en tantas naciones. Sedúcennos las propias quimeras: Pigmalión convirtiese en amante de la imagen que el mismo fabricara. Convierte el hombre en realidad, hasta donde le es posible, sus imaginarios sueños; su alma es de hielo para la verdad y de fuego para la mentira.

El ratón metamorfoseado en doncella


Cayó un ratón del pico de una lechuza: yo no lo hubiese recogido; recogiolo un brahmán: no lo dificulto, porque cada país tiene usos diferentes. El ratón estaba muy magullado. De esta especie de prójimos nos cuidamos poco nosotros; pero los brahmanes los tratan como hermanos. Tienen como artículo de fe que el alma humana, al salir del cuerpo de un monarca, entra en el de un pulgón, o cualquier otro animalejo, según dispone la suerte. De ellos tomó Pitágoras este dogma. Con tal creencia pareciole bien al brahmán rogar a un hechicero que alojase el alma del ratón en alguno de los cuerpos que hubiera habitado ya en tiempos de antaño. Convirtiola el hechicero en doncella de quince abriles, tan hermosa y gentil, que el hijo de Príamo hubiera acometido por ella mayores hazañas que por la famosa Helena. Sorprendido quedó el brahmán de tal novedad, y dijo a la hermosa: “No tenéis más que elegir; todos ambicionan el honor de ser vuestro esposo.- En este caso, contesto la doncella, me decido por el más poderoso de todos.-¡Oh Sol! Exclamó el brahmán cayendo de rodillas; ¡tú serás el yerno mió!-No, dijo el sol. Ese espeso nubarrón es más poderoso que yo, pues oculta mis rayos; dirigíos a el.-Pues bien, dijo el brahmán a la voladora nube: ¿Has nacido tú para mi hija?-No por cierto, porque el viento me arrastra, a su capricho, de una parte a otra: no quiero usurpar sus derechos- El brahmán, irritado, gritó: “¡Oh viento! Ven tú pues, a los brazos de la hermosa.” Acudía el viento, pero una montaña lo detuvo. Llegada a su mano la pelota, hízola volar de nuevo, diciendo: “No quiero tener cuestiones con el ratón: haría mal en agraviarlo, a él, que me puede horadar.”” Al nombrar al ratón, la doncella, abrió los oídos: el ratón fue su marido. ¿Un ratón? Sí, señores, un ratón. Golpes son estos muy frecuentes del caprichoso amor; buenos testigos Fulana y Mengana: dicho sea esto entre nosotros.

Conservamos siempre algo del lugar de donde procedeos: pruébalo bastante bien esta fábula; pero, examinándola atentos, encontramos en ella algo de sofístico: ¿Por qué hay marido que no sea preferible al sol, si discurrimos de ese modo? ¿Sostendremos que un gigante es menos fuerte que una pulga? No, y sin embargo, la pulga le pica. El ratón, para continuar el argumento, debía enviar la doncella al gato, l gato al perro, el perro al lobo; y por medio de esta argumentación circular, el indiano Pilpay, autor de la fabula, se hubiera remontado de nuevo hasta el sol; el sol hubiera sido el esposo de aquella beldad.
Volvamos, si podemos, a la metensicosis: lo que hizo el hechicero a ruegos del brahmán, lejos de comprobarla, patentiza su falsedad. Porque exige su sistema que el hombre, el ratón, el gusanillo, todos los seres, vayan a tomar su alma en un acervo común: todas las almas deben ser, pues, de igual naturaleza; pero, actuando de diverso modo, según la diversidad de los órganos, las unas se elevan, y las otras degeneran. ¿Cómo se explica, pues, que un cuerpo tan bien organizado, como el de la hermosa doncella, no pudiera inducir al alma a unirse al astro del día, y se inclinara a un mísero ratón?
Todo bien pesado, el alma de los ratones es muy distinta del alma de las doncellas: hay que volver al destino de cada cual, es decir, a la ley dictada por Dios. Apelad al diablo, recurrid a la magia. No apartaréis a ningún ser de su fin natural.

El colegial, el pedante y el dueño de un jardín.


Un muchacho que trascendía, a colegio, hasta el punto de apestar, pícaro a la vez y necio, por los pocos años y por la pedantería adquirida en las aulas, merodeaba en el huerto de un vecino suyo. Tenía este vecino los más exquisitos dones que ofrece Pomona al hombre. Cada estación le ofrecía su tributo, pues así como exquisitas frutas en otoño, lograba en primavera las flores más preciosas.
Fue un día a este jardín nuestro escolar, y encaramándose sin miramientos a un árbol frutal, maltrataba y destruía hasta los tiernos capullos, dulce esperanza y promesa de la futura cosecha. Hasta desgajó algunas ramas, t tal destrozo hizo, que el dueño del jardín se quejo al profesor. Vino éste con largo sequito de chicuelos, y se lleno el jardín de multitud de arrapiezos, peores que el primero.
El Dómine pedante aumentó sin necesidad el mal llevando aquella chiquillería mal educada, con el propósito, según dijo de hacer un escarmiento que fuese ejemplar, sirviendo de inolvidable lección a todos sus alumnos. Extendiese sobre este tema, citando a Virgilio y Cicerón, y alegando razones muy científicas. La perorata fue larga, tan larga que la maldita ralea tuvo tiempo para devastar el jardín por todas partes.

Aborrezco los discursos largos e inoportunos. No conozco bicho más temible que el colegial, como no sea el pedante. No quisiera por vecino ni al uno, ni al otro.

Los dos pichones


Queríanse tiernamente dos pichones, pero el uno de ellos se aburría de casa, y tuvo la insensata ocurrencia de hacer un largo viaje. Díjole el compañero: “¿Qué vas a hacer? ¿Quieres dejar a tu hermano? La ausencia es el mayor de los males; pero no lo es sin duda para ti, a no ser que los trabajos, los peligros y las molestias del viaje te hagan cambiar de propósito. ¡Si estuviera más adelantada la estación!” Aguarda las brisas primaverales: ¿Qué prisa tienes? Ahora mismo un cuervo pronostica desgraciaba desgracias a alguna ave desventurada. Si marchas, estaré siempre pensando en funestos encuentros, en halcones y en redes. Está lloviendo diré; ¿Tendrá mi hermano buen albergue y buena cena?”
Este discurso movió el corazón de nuestro imprudente viajero; pero el afán de ver y el espíritu aventurero prevalecieron por fin. “No llores, dijo; con tres días de viaje quedaré satisfecho. Volveré en seguida a contarte, punto por punto, mis aventuras y te divertiré con mi relato. Quien nada ha visto, de nada puede hablar. Ya veras como te agrada la narración de mi viaje. Te diré: Estuve allí y me pasó tal cosa. Te parecerá, al oírme, que has estado tú también.”

Así hablaron y se despidieron llorando. Alejose el viajero, y al poco rato un chubasco le obligó a buscar abrigo. No encontró más que un árbol, y de tan menguado follaje, que el pobre pichón quedó calado hasta los huesos. Cuando pasó la borrasca, enjugase como pudo, y divisó en un campo inmediato granos de trigo esparcidos por el suelo y junto a ellos otro pichón. Avivósele el apetito, acercase y quedo preso; el trigo era cebo de traidoras redes. Eran éstas viejas y estaban tan gastadas, que trabajando con las alas, el pico y las patas, pudo romperlas el cautivo, dejando en aquellas algunas plumas; pero lo peor del caso fue que un buitre, de rapaces garras, vio a nuestro pobre volátil, que arrastrando la destrozada red parecía un forzado que huía del presidio. Arrojábase ya el buitre sobre él, cuando súbitamente cayo desde las nubes un águila con las alas extendidas. Prevaliese el pichón del conflicto entre aquellos dos bandoleros, echó a volar y se refugio en un granja, pensando que allí acabarían sus desventuras. Pero un maligno muchachuelo (esta edad no tiene entrañas), hizo voltear la honda, y de una pedrada dejo medio muerto al desdichado, que maldiciendo su curiosidad, arrastrando las alas y los pies, dirigiose cojeando y sin aliento hacia el palomar, a donde llegó al fin como pudo sin nuevos contratiempos. Juntos al cabo los dos camaradas, queda a juicio del lector considerar cuán grande fue su alegría después de tantos trabajos.

Amantes, afortunados amantes, ¿queréis viajar? No os alejéis mucho; sed el uno para el otro un mundo siempre hermoso, siempre distinto siempre nuevo. Sed el uno el todo del otro, y no hagáis caso de lo demás. También yo amé alguna vez, y no hubiera cambiado entonces por el Louvre y sus tesoros, por el firmamento y su celeste bóveda, los campestres lugares dignificados por los pasos y alumbrados por los ojos de la joven y adorable zagala a quien me subyugaba el hijo de Citerea, y a quien consagré mis primeros juramentos. ¡Ay! ¿Cuándo volverán tan dulces horas? ¿Es posible que tantos objetos bellos y encantadores me dejen vivir a merced de mi alma inquieta? ¿No podrá inflamarse de nuevo mi corazón? ¿Habrá pasado ya para mi el tiempo de amar?

viernes, 19 de octubre de 2007

Las exequias de la leona


Murió la esposa del León: todos acudieron para cumplir con el príncipe, abrumándolo con esas frases huecas de consuelo, que son un recargo al dolor. Diose aviso a todo el reino de que tal día y en tal punto se celebrarían las exequias de: sus chambelanes y prebostes estarían allí para disponer la ceremonia y colocar la gente. Nadie faltó. Entregase el príncipe a los extremos de su aflicción, y resonaron en el antro real sus alaridos. No tienen otro templo los leones. Al compás de los lamentos del monarca, lamentáronse todos los cortesanos, cada cual en su jerga y algarabía.
¿Queréis que os defina la corte? Es un país donde la gente, gozosa o afligida, a todo dispuesta, a todo indiferente, es lo que quiere el príncipe que sea, y si no lo es, procura aparentarlo. Pueblo-camaleón, pueblo-mono, copiando siempre a su amo y señor. Mil cuerpos hay, y parece que no tengan más que un alma. Allí si que puede decirse que los hombres no son más que maquinas (I).
Para volver a nuestro cuento, el ciervo no lloró. ¿Cómo había de llorar, si aquella muerte vengaba sus agravios? La leona había estrangulado a su esposa y a sus hijos. No lloro, pues. Un adulador fue a decírselo a Su Majestad, y añadió que le había visto sonreír. La cólera de un rey es terrible, como dice Salomón., y si el rey se llama León, aún lo es más. Pero aquel ciervo no había leído la Biblia. El monarca le dijo: “¡Cobarde huésped de la espesura, tú ríes! ¡Tú ríes, ajeno a todos esos lamentos! No me dignaré hincar en tus profanos miembros mis garras sacrosantas. Venid, Lobos; vengad a la reina. Inmolad ese traidor a sus augustos manes.” El ciervo contestó: “Señor, paso la hora de las lagrimas: el dolor es ya inútil. Vuestra digna cónyuge se me ha aparecido recostada entre flores, muy cerca de este lugar. Al punto la reconocí. Amigo, me dijo, guárdate bien de llorar cuando me abren los dioses su morada. En los Campos Eliseos he disfrutado los supremos goces conversando con los bienaventurados como yo. En cuanto al rey, déjale sumido por algún tiempo en su desesperación.” Apenas oyeron esto, gritaron todos: “¡Milagro! ¡Apoteosis!” Y el ciervo tuvo, en vez de castigo, rico presente.

Divertid a los reyes con ensueños y fantasías; aduladlos con mentiras halagüeñas; por muy indignados que estén, tragaran el anzuelo, y seréis su favorito.

(1)Alusión al sistema filosófico de Descartes, que reducía a los animales a la condición de simples maquinas.

jueves, 18 de octubre de 2007

Los dos amigos

Allá, muy lejos en Monomotapa, había dos amigos verdaderos. Todo lo que poseían era común entre ellos. Esos son amigos; no los de nuestro país.
Una noche que ambos descansaban, aprovechando la ausencia del sol, uno de ellos se levanta de la cama todo azorado; corre a casa de su compañero, llama a los criados: Morfeo reinaba en aquella mansión. El amigo dormido despierta sobresaltado, toma la bolsa, toma las armas, y sale en busca del otro. “¿Qué pasa? Le pregunta: no acostumbráis a ir por el mundo a estas horas; empleáis mejor el tiempo destinado al sueño. ¿Habéis perdido al juego vuestro caudal? Aquí tenéis oro. ¿Tenéis algún lance pendiente? Llevo la espada, vamos. ¿Os cansáis de dormir solo? A mi lado tengo una esclava muy hermosa: la llamare, si queréis.- No contestó el amigo; no es nada de eso. Soñaba os veía, y me pareció que estabais algo triste. Temí que fuese verdad, y vine corriendo. Ese pícaro sueño tiene la culpa.”¿Cuál de estos dos amigos era más amigo del otro? He ahí una cuestión que vale la pena dilucidarla. ¡Oh, que gran cosa es un buen amigo! Investiga vuestras necesidades y os ahorra la vergüenza de revelárselas: un ensueño, un presagio, una ilusión: todo lo asusta, si se trata de la persona querida.

El oso y el floricultor


Un oso selvático relegado por su picara suerte a un bosque desierto, vivía, nuevo Belerofonte, a solas y escondido. Volviese loco, porque no hay cosa que trastorne la mollera más que el aislamiento. Hablar es bueno; callar, aún es mejor; pero una y otra cosa llevadas al extremo, son igualmente dañinas. No aparecía bicho viviente en los lugares habitados por el Oso, y al fin, Oso como era, se aburrió, sin embargo, de aquella triste vida. Mientras se entregaba al tedio, se fastidiaba también soberanamente un viejo que vivía en las cercanías. Gustaba de los jardines: era sacerdote de Flora, y a la vez de Pomona. Buenas aficiones son; mas, para completarlas, hace falta algún amigo: los jardines no dicen nada, a no ser en mis fábulas. Cansado de vivir con mudos, nuestro hombre salió de casa una mañana, resuelto a buscar compañía. Con el mismo objeto había bajado el oso de sus cerros; y en un recodo del camino encontráronse entrambos. Entrole miedo al viejo; pero ¿Cómo evitar el encuentro? ¿Qué hacer? Lo mejor en estos casos es echarla de valiente. Disimuló, pues. El Oso, que nunca pecó de cortés, le dijo: “¡Hombre, ven a verme; hazme una visita!” El viejo dijote a su vez: “Señor, allí tenéis mi casa. Si os dignáis honrarla, os ofreceré un humilde refrigerio. Tengo frutas , tengo leche: no será propio este obsequio de su excelencia el señor Oso; pero ofrezco lo que tengo.”
Acepto el huésped de las selvas y marcharon juntos.
Antes de llegar a casa, ya eran buenos amigos; una vez en ella, encontráronse en sus glorias, y fueron excelentes camaradas. Dicen que más vale estar solo que en compañía de un necio; pero, como el oso no decía cuatro palabras en toda la jornada, no le servia de estorbo al floricultor para sus faenas. Iba al monte y traía buena caza, y aun le prestaba al compañero mejor servicio: cuando éste dormía, le espantaba las moscas. En cierta ocasión en que el viejo estaba profundamente dormido, se le paró uno de esos incomodo volátiles en la punta de la nariz. El oso la espantaba; ella volvía, y ya estaba exasperado el velludo animal. “Verás como te atrapo” dijo en sus adentros; cogió un peñón, lo arrojo con toda su fuerza, y aplastó la mosca, sí pero quebrándole los cascos al camarada.

Nada hay peor que un amigo torpe; vale más un enemigo avisado.

El ratón y la ostra


Un ratón. Nacido en el campo, y ligero de cascos, se cansó pronto de los domésticos lares. Dejó, pues, el bancal paterno, el grano y las gavillas, y marcho a correr el mundo.
Así que estuvo fuera de su madriguera, “¡Que espaciosas es la tierra! Exclamó: ¡he ahí los Apeninos! ¡He allá el Cáucaso!” Cualquier montoncillo de topera era para el un Himalaya. Al cabo de unos días llego el viajero a una playa donde las olas habían dejado a seco algunas ostras, y nuestro ratón creyó que eran buques de alto bordo. “¡En verdad que mi padre era un pobre señor! Pensaba. No se atrevía a viajar, temeroso de todo. ¡Cuan otro yo! He visto ya el imperio de Neptuno y he cruzado los áridos desiertos de la Libia.” De una rata erudita había aprendido todo esto, y lo aplicaba como Dios le daba a entender, porque no era de aquellos ratones que a fuerza de roer libros se hacen sabios.
Entre aquellas ostras, cerradas casi todas, había una abierta: bostezando al sol, respiraba la fresca brisa, blanca, tierna, jugosa, y a juzgar por las trazas, sabrosísima. Así que distinguió el Ratón aquella Ostra viva y palpitante, “¿Qué veo? Exclamó: vitualla parece, y si no engaña la apariencia, es bocado exquisito que se me presenta, como no lo probé jamás.” El inexperto animal, gozoso y esperanzado, acércase al marisco, alarga el cuello, y se siente cogido en una trampa: la ostra se había cerrado. Esas son las consecuencias de la ignorancia.

Más de una lección encierra esta fabula: vemos, en primer lugar, cómo les sorprende todo a los que no tienen conocimiento del mundo, y vemos también que, a veces a quien cree apuntar mejor, le sale el tiro por la culata.

miércoles, 17 de octubre de 2007

El chistoso y los pescados


Muchos buscan a los chistosos; yo huyo de ellos. El chiste es un arte que requiere, más que de otro alguno, merito superior: a los dicharacheros los hizo Dios para divertir a los tontos. Introduciré uno de ellos en esta fábula: veremos si logro mi objetivo.

Un chistoso sentábase a la mesa de un rico banquero; y no tenia a su alcance más que menudos pescadillos; los grandes estaban algo lejos. Tomó, pues de los pequeños, e hizo como que les hablaba al oído y atendía a su respuesta. Chocó aquella pantomima a los comensales, y el chistoso con gran prosopopeya, dijo que estaba con cuidado por un amigo suyo que había partido para las Indias hacia ya un año, y temía que hubiese naufragado. Eso era lo que preguntaba a aquellos pececillos; y decíanle todos que no tenían bastante edad para darle razón; los peces viejos estarían más enterados. ¿Me permitiréis que interrogue a uno de ellos?- Yo no se si cayo en gracia su ocurrencia; lo que sé es que se hizo servir un monstruo marino, capaz de darle cuenta de todos los náufragos del océano de cien años a esta parte.

El perro que lleva la comida de su amo


Nadie tiene los ojos exentos de la tentación de la hermosura, ni libres las manos de la del oro: pocos son los que guardan un tesoro con bastante fidelidad.
Llevaba un perro a casa la comida del amo, colgada al cuello. Era sobrio y frugal, más de lo que hubiese querido cuando veía una buena tajada; pero, al fin y al cabo lo era. ¿No estamos todos sujetos a esas debilidades? ¡Extraña contradicción! La frugalidad, que enseñamos a los perros, no la pueden aprender los hombres.
Quedamos, pues, en que aquel perro era de condición. El caso fue que pasó un mastín, y probó a quitarle los manjares. No lo consiguió tan fácilmente como creía: nuestro perro dejó en tierra la presa para defenderla mejor, libre de la carga, y comenzó la batalla. Acudieron otros perros, entre ellos algunos de esos que viven sobre el país y hacen poco caso de los golpes. No podía contra todos el pobre can, y viendo la pitanza en inminente riesgo, quiso obtener su parte, como era de razón. “¡Basta de pelea! Les dijo: no quiero más que mi ración; para vosotros lo demás.” Y así diciendo, hinca el diente, antes que nadie. Y cada cual tira por su parte, a quien mejor: y todos participaron de la merienda.

Veo en este caso el vivo ejemplo de una ciudad cuya hacienda está a merced de todos. Regidores, síndicos y alcabaleros, meten la mano hasta el codo. El más listo abre el ojo a los demás, y en un periquete quedan limpias las arcas. Si algún escrupuloso quiere defender el público caudal con frívolas razones, le hacen ver que es un solemne bobo. No le cuesta mucho convencerse, y al punto le veis meter la uña como el primero.

Las mujeres y el secreto


Nada pesa tanto como un secreto: es una carga que abruma al sexo débil: y, en esto, conozco a muchos hombres que son mujeres también.
“¡Santos Cielos! ¿Qué es esto? ¡No puedo más! ¡Voy a reventar! ¡Ay! ¡He puesto un huevo!
-¿Un huevo?
-Sí, ahí lo tienes: aún esta caliente. No lo digas a nadie: me llamarían gallina.”
La mujer, ignorante en esta y otras muchas cosas, lo creyó, y puso a todos los dioses por testigos de la solemne promesa que hizo de callarse; pero los juramentos se desvanecieron justamente con las tinieblas nocturnas. Apenas rayó el día, dejó el lecho la indiscreta esposa, y corrió a buscar a la vecina:
“¡Ah, comadre! le dijo, ¡Si supieras lo que pasa! No me descubráis, porque lo pagaría yo: mi marido ha puesto un huevo tan grueso como el puño. ¡Por Dios guardad bien el secreto!
-¿Os burláis? Contesto la comadre: no sabéis quién soy yo. Id descansada.”
Y volvió satisfecha a su casa la habladora.
Ardía la otra en deseos de esparcir la novedad, y en seguida corrió a contarla de casa en casa; pero en lugar de un huevo, dijo tres. Y no quedaron en tres, porque otra comadre, habló de cuatro, refiriendo al caso oído, precaución excusada, porque ya no era un secreto para nadie. Y gracias a la pública voz y fama, fue creciendo el número de los huevos, y antes de acabar el día, eran ya más de ciento.

El hombre y la pulga


Fatigamos al cielo con votos impertinentes, sobre asuntos muchas veces indignos de él: como si la divinidad hubiese de tener puestos siempre los ojos en nosotros, y como si el último de los hombres, a cada paso queda, a cada fruslería que le ocurre, tuviera que trastornar el Olimpo y a todos sus augustos habitantes cual si se tratase de la guerra de Griegos y Troyanos.

Un mentecato sintió una Pulga, que en la espalda le picaba, oculta en los pliegues de la ropa. “¡Hércules¡ gritó: ¿Por qué no liberas al mundo de esta hidra, que renace con la primavera? ¿En que piensas, Júpiter, que desde tu trono celestial no exterminas esta raza y me vengas de ella?” ¡Y para matar una pulga le pedía a los Dioses la formidable clava y el haz de los rayos!

El poder de las fábulas

Al señor de Barillón (1)

La jerarquía de un Embajador ¿puede rebajarse hasta escuchar vulgares cuentos? ¿Puedo atreverme a dedicaros mis pobres y humildes versos? ¿No serán tratados por vos de temerarios, si alguna vez levantan el vuelo? Tenéis asuntos más importantes de que ocuparos, que las contiendas de la comadreja y el gazapo. Leed mis fábulas, o no las leáis; pero impedid que caiga toda Europa sobre vosotros. Vengan, en buena hora, enemigos de todas las partes de la tierra: bien me parece; pero que pretenda Inglaterra romper la amistad de nuestros dos reyes, no lo puedo tragar (2) ¿No es tiempo ya de que descanse Luís? ¡Hércules mismo se fatigaría de combatir con esa Hidra! ¿Aun ha de levantar otra cabeza para hacer frente a su esforzado brazo? Si vuestro ingenio perspicaz, y vuestra elocuente palabra, logran los ánimos y evitar ese golpe, inmolaré cien corderos en vuestros altares: no es poco para un huésped del Parnaso. Y mientras tanto, hacedme la merced de aceptar estos granos de incienso, no rechacéis mi buena voluntad, ni el r elato en verso que os dedico. Su argumento os sienta bien; y no digo más, porque no permitís que insita nadie en vuestros elogios, aunque son tan merecidos, que hasta la envidia los aprueba.

En Atenas, ciudad frívola y tornadiza, un orador, que veía en peligro a su patria, suio a la tribuna; y valiéndose de un arte tiránico para forzar a las voluntades en una república, habló elocuentemente de la salvación común. No le atendían. Apeló a imágenes brillantes, que excitan los ánimos más sosegados; hizo hablar a los muertos; gritó y se esforzó cuanto pudo: llevose el viento sus palabras; nadie se conmovió. Estaba acostumbrado aquel pueblo trivial a las galas de la retórica, y ni se dignaba de escuchar al orador. Fijábanse todos en cualquier otra cosa: hasta había quien olvidaba su discurso para atender las reyertas de los chiquillos.
¿Qué hizo entonces el tribuno? Tomó por otro camino. “Ceres, dijo iba de viaje, con la anguila y la golondrina. Les detuvo un río: La anguila nadando y la golondrina volando, pasaron a la otra parte.- ¿Y Ceres? ¿Que hizo?” preguntó la gente, como si sólo tuviese una voz. “¿Qué hizo? Encolerizóse con vosotros. ¡Y con razón! ¿Es posible que su pueblo se interese por cuentos de niños, y entre todos los pueblos de la Grecia, sea el único que se olvide el peligro que le amenaza? Lo que debéis preguntarme no es lo que Ceres hizo, sino lo que hace Filipo”. La asamblea, subyugada, entregase por completo al orador. ¡Tanta fue la eficacia de su fabulilla!

Todos somos atenienses en este punto; y a mí mismo, que estoy escribiendo esta moraleja, si vinieran a contarme una fábula nueva, me darían por el gusto. Dicen que el mundo es viejo; pero hay que entretenerlo y divertirlo como a los niños.

(1) Embajador de Inglterra, amigo del autor y de madame Savigne.
(2) El parlamento ingles quería que si Luis XIV no hacía paces con los aliados, se uniese a ellos Carlos II para combatirle.

martes, 16 de octubre de 2007

El león, el lobo y la zorra

Un león decrépito, paralítico, y al cabo ya de sus días, pedía un remedio para la vejez. A los reyes no se les puede decir imposible. Envió a buscar médicos entre todas las castas de animales, y de todas partes vinieron los doctores, bien provistos de sus recetas. Muchas visitas le hicieron, pero faltó la de la zorra, que se mantuvo encerrada en su guarida. El lobo, que también hacia la corte al monarca moribundo, denunció al ausente camarada. El rey mandó que en el acto hicieran salir a la zorra de su madriguera, y la llevaran a su presencia. Vino, presentose, y recelosa de que el lobo había llevado el soplo, dijo así al león:
“Mucho temo, señor, que informes maliciosos hayan achacado a falta de celo la demora de mi presentación; sabed, pues, que estaba peregrinando, en cumplimiento de cierta promesa que hice por vuestra salud, y he podido tratar en mi viaje con varones expertos y doctos, a quienes he consultado sobre la postración que aqueja y aflige a vuesa majestad. Lo único que os falta es calor: los años lo han gastado: que os apliquen, pues, la piel caliente y humeante de un lobo, desollándolo vivo: es remedio excelente para una naturaleza desfallecida. Ya veréis que camiseta interior tan buena os proporciona el señor lobo.”
Pareció bien el remedio al monarca: desollaron en el acto al lobo, lo descuartizaron e hicieron tajadas. Cenó de ellas el León, y se abrigó con su pellejo.

Aprended, cortesanos; no os dañáis unos a otros; haced la corte, si podéis, sin murmurar de los demás, entre vosotros, el bien se paga con el mal. Los chismosos son castigados al fin, de un modo u otro modo: vivís en un oficio en que nada se perdona.

domingo, 14 de octubre de 2007

El zapatero remendón y el capitalista


Un zapatero remendón cantaba todo el día. Daba gusto verle, y más oírle; todo era cantar y más cantar, contento y feliz como ninguno de los siete sabios de Grecia. Su vecino, muy al contrario, aunque estaba repleto de doblones, cantaba poco y dormía menos: era un capitalista. Si dormitaba fatigado al rayar el día, despertábale entonces la canción del zapatero, y el infeliz millonario se lamentaba de que no se vendiera en la plaza el dormir como el comer y el beber.
Un día llamo al cantador, y le dijo: “Vamos a ver, maese Gregorio: ¿Cuánto ganáis al año?- ¿Al año? Dispense vuestra merced, contestó el zapatero con su cara de Pascua; pero jamás saque esa cuenta. No me queda un maravedí de un día para otro: me doy por contento con llegar al cabo de un año, comiendo el pan nuestro de cada día.-Pues bien: ¿cuanto ganáis al día?- Unas veces más y otras menos. No sería malo el oficio, sino fuera porque hay muchos días en que no se puede trabajar. Nos arruinan las fiestas, y cada vez añade el señor cura, nuevos santos al calendario.” El capitalista, riendo de su sencillez, le dijo: “Os quiero hacer hombre. Tomad cien doblones, guardadlos para una necesidad”
Creyó ver el zapatero, todo el oro que la tierra había producido en cienazos. Volvió a su casa; escondió en la cueva su caudal y sepultó con él sus regocijos. ¡Adiós cantares! Perdió la voz así que obtuvo lo que causa nuestras zozobras. Huyo el sueño de su hogar, tuvo por huéspedes afanes, alarmas y recelos. Todo el día estaba al atisbo; y de coche, si andaba por la casa un gato y hacía el menor ruido, el gato era un ladrón que le robaba su tesoro. Al fin y al cabo, el pobre hombre fue a buscar a aquel vecino a quien ya no despertaba con sus canciones matutinas: “Vuélvame, su merced, le dijo, mis canciones y mi sosiego, y tome sus cien doblones.”

La muerte y el moribundo


La muerte no sorprende al verdadero sabio: éste siempre se halla dispuesto a parir, porque se previene a tiempo para el transito fatal. Este tiempo abarca todos los tiempos: no hay día, ni hora ni minuto, que no esté comprendido en el tributo que rendimos a las Parcas. El mismo instante en que abren los ojos a la luz los hijos de los reyes, suele ser el que cierra sus parpados para siempre. Ni la grandeza, ni la hermosura, ni la juventud, ni las virtudes os defenderán: la muerte atropella por todo; de todo se apodera: algún día será suyo todo el mundo entero. Nada hay tan sabido como que hemos de morir, y sin embargo, para nada estamos menos preparados.
Un moribundo, que contaba más de cien años de vida, quejábase a la muerte que le obligase a partir tan de improviso, sin dejarle hacer testamento, sin avisarle de antemano. “¿Es justo hacernos morir aprisa y corriendo?” exclamaba.
Aguardad un poco: mi mujer no quiere que me vaya sin ella; e falta colocar a un nieto; tengo que añadir un ala a mi casa. ¡Cuan apremiante sois, diosa cruel!-Anciano, dijo la muerte; no te he sorprendido: sin razón te quejas de mi impaciencia. ¿No has cumplido ya cien años? ¿A que no encuentras en todo París dos más viejos que tú? ¿A que no encuentras diez en toda Francia? Dices que debía darte algún aviso para prepararte a este trence: para que tuviese el testamento hecho, el nieto colocado y la casa concluida. ¿No te debiste dar por avisado al ver que ibas perdiendo fuerzas y sentidos? Faltó el paladar, faltó el oído; para ti todo parece que se haya apagado; hasta te son inútiles los beneficios que derrama el astro del día. Te duele dejar bienes que ya no disfrutas. Muertos están, moribundos o enfermos todos tus camaradas:¿No son avisos éstos? Vamos, pues, buen viejo: no te hagas el remolón. No importa al procomún que dejes o no dejes hecho testamento-.
Tenía razón la muerte: a esa edad debiéramos salir del mundo como de un banquete, dando gracias al anfitrión, y haciendo de buena gana la maleta. Después de todo, ¿ que puede tardar ya ese viaje?
Refunfuñas, lector viejo: mira, pues, morir a esos jóvenes; míralos correr a una muerte noble y gloriosa, sí, pero segura, y muchas veces cruel. Pero, en vano, me esfuerzo: sermón perdido será cuanto diga: los que ya están casi muertos, son los que más temen a la muerte.

sábado, 13 de octubre de 2007

Un animal en la luna


Asegura un filósofo que nos inducen a error nuestros sentidos; sostiene otro que nunca nos engañan. Tienen razón entrambos: la filosofía está en lo cierto al decir que los sentidos son falaces cuando fundamentamos en ellos nuestros juicios; pero, si rectificamos la imagen del objeto, atendiendo a la distancia, al medio que la rodea, si rectificamos la imagen del objeto, atendiendo a la distancia, al medio que la rodea, al órgano que lo percibe y al instrumento que lo auxilia, los sentidos no nos chasquearán. La naturaleza lo ordeno todo sabiamente: en otra ocasión diré el por qué. Veo el sol: ¿cuál es su forma? Desde aquí abajo, el enorme astro no tiene más que tres palmos de circunferencia; pero si se le viese allá arriba, en su propia esfera, ¡Cuan grande aparecería a mi vista ese ojo del universo! La distancia me hace formar idea de su magnitud: el cálculo del ángulo y sus lados la determina. El ignorante cree que el sol es llano, como un plato; yo, con el estudio lo veo esférico. Hago más: lo detengo en el cielo, y mientras permanece inmóvil, la tierra gira en torno suyo. De modo que desmiento a mis propios ojos: la ilusión visual deja de engañarme. Mi razón, en todos, los casos, descubre la verdad oculta bajo la apariencia, separándose de mis ojos, demasiado prontos quizás, y de mis oídos, demasiado tardos. Cuando se dobla el palo, que introduzco en el agua, mi inteligencia lo endereza. La inteligencia lo decide todo en definitiva. Con su auxilio, jamás me ilusionan mis pupilas, aunque siempre están mintiéndome. Si hubiese de juzgar por lo que me hacen ver, creería que la luna tiene cara de vieja. Eso, ¿Puede ser? No. ¿De dónde proviene, pues, tal ilusión? Las desigualdades del disco lunar producen ese efecto. La luna no tiene lisa la superficie: monstruosa en unos puntos, llana en otros, las sombras y resplandores figuran a veces un hombre, un buey o un elefante. En tiempos de antaño ocurrió algo de eso en Inglaterra (1).
Dispuesto y apuntado el telescopio, apareció un nuevo animal en el disco de la luna. ¡Que sorpresa para todos! ¿Habría ocurrido en aquel astro algún cambio precursor de terrible cataclismo? Quizás la guerra que había estallado entre poderosas naciones, era consecuencia de él. Acudió el monarca; como corresponde a un rey, protegía estos sublimes estudios. Y también pudo ver el rey aquel monstruo, fijo en el disco lunar. ¿Y qué era? Un ratoncillo, que se había metido entre los lentes del telescopio. ¡Aquel era el pronóstico y el origen de la tremenda guerra! Todos soltaron el trapo a reír. ¡Nación dichosa! ¿¡Cuándo podrán los franceses dedicarse por completo, como ella, a útiles tareas (2)!?Marte nos da abundante cosecha de gloria: teman nuestros enemigos los combates busquémoslos nosotros sin miedo, seguros de que la victoria, amante de Luís (3) le seguirá siempre. Célebre le harán en la historia sus laureles. Tampoco nos han abandonado las musas; disfrutamos sus delicias. Deseamos la paz; pero no hasta el punto de suspirar por ella. Carlos (4) sabe disfrutar sus goces: sabría también distinguirse en las lides, conduciendo a Inglaterra a los bélicos ejercicios de los que hoy es pacifica espectadora. Pero, si pudiese apaciguar la contienda ¡Cuánto aplauso alcanzaría! No habría gloria digna de el. La misión de Augusto ¿No fue tan noble y digna como la del Cesar? ¿Cuando vendrá la paz, y nos dejara entregarnos a las artes, como tú, pueblo dichoso?

(1) Atribuyose a un astrónomo de la Sociedad Real de Londres el burlesco incidente que dio motivo a Lafontaine para las reflexiones sobre los errores de nuestros sentidos de los que habla esta fabula.
(2) Inglaterra estaba en paz con todas las naciones, mientras que la Francia batallaba con Holanda, Alemania y España
(3) Luís XIV de Inglaterra
(4) Carlos II de Inglaterra.


viernes, 12 de octubre de 2007

La cabeza y la cola de la culebra


La culebra tiene dos partes, igualmente enemigas del género humano: la cabeza y la cola, y ambas han prestado grandes servicios a las parcas, hasta el punto de que antaño tuvieron luengas disputas sobre cuál debía ir delante. La cabeza había ido siempre en la vanguardia. La cola se quejo a los cielos, diciendo: “Hago leguas y más leguas de camino, al capricho de ésta: ¿He de someterme siempre a él? Soy su humilde secuaz, y eso no debe ser: hermana suya me han hecho, y no sierva. ¿No somos de la misma sangre? Tratadnos, pues, de igual manera. Lo mismo que ella, tengo un veneno poderoso y activo. Mi pretensión es que lo dispongáis de modo que, por turno, preceda yo a mi hermana la cabeza. La conduciré tan bien, que no tendrá motivo de queja.” El cielo acogió estas instancias con una bondad cruel. ¡Que malos resultados tiene a veces su condescendencia! Sordo debiera ser a los ruegos insensatos. No lo fue entonces, y la nueva conductora, que en pleno día no veía más claro que en boca de lobo, topaba con los árboles, con las piedras, con los transeúntes, y de tumbo en tumbo, despeño a su hermana en la laguna Estigia.
¡Ay de los estados que caen en ese error!

El gato, la comadreja y el gazapillo


La astuta comadreja se apoderó una mañana del alcázar de un gazapillo. Como el dueño estaba ausente, no tropezó con ninguna dificultad. Instalo allí sus penates, mientras él festejaba a la aurora entre los romeros y tomillos. Después de desayunarse y corretear a sus anchas, volvió Juan Conejo a su subterránea mansión. La comadreja asomaba el hociquillos por la ventana. “¿¡Qué veo Dioses hospitalarios!?” exclamo el animal arrojado del hogar paterno: “Salid al punto señora comadreja, o aviso a todas las ratas del contorno.”La dama del hocico en punta contestó que en el mundo todo era del primer ocupante. ¡Bonito casus belli, aquella madriguera en que sólo se podía entrar a rastras! “Y aun cuando fuera un imperio, quisiera saber, decía, qué ley lo ha adjudicado para siempre a Don Juan Conejo, hijo de Don Pedro Conejón, o de Don Pablo Conejazo, con preferencia a Don Blas Conejillo, o a mí misma” Juan Conejo alegó el uso y la costumbre . “Estas son las leyes, decía, que me han hecho dueño y señor de esta morada, transmitiéndola de padres a hijos. ¿Puede tener más fuerza el derecho del primer ocupante?- Pues bien: no alborotemos; sometamos el asunto al Dr. Raminagrobis.” Era éste doctor un gatazo que hacía vida de ermitaño, piadoso y cachazudo; un santo varón gatuno, muy orondo, y de buen pelo, árbitro expertísimo en todos los casos arduos. Juan Conejo lo acepto por juez. Hételos ya delante de su majestad felina. “Hijos míos, les dice, acercaos, acercaos más; estoy algo sordo: ¡achaques de la vejez!” Acercáronse ambos litigantes, sin recelar nada. Así que los vio a tiro, el santo varón les echó las dos zarpas a la vez, y los puso de acuerdo engulléndoselos juntos.

Lo cual es punto por punto, semejante a las disensiones de los pequeños príncipes sometidos a monarcas poderosos.

Las dos adivinas


Del azar nace casi siempre la opinión de las gentes, y esa opinión es la que forma el concepto en que se tiene a las personas. Muchos ejemplos pudiera alegar; en el mundo todo es preocupación, cábala y encaprichamiento, justicia, poco o nada. Esta es la corriente. ¿Quién se opone a ella? Siempre fue lo mismo, y lo mismo será siempre.
Había en París una mujer, que hacia de Pitonisa. A cada momento iban a consultarla. Una porque, había perdido un dije; otra, porque tenía un amante o porque su marido bebía demasiado; un marido, porque tenía mujer celosa; un hijo, porque su madre era muy severa y gruñona; todos corrían a casa de aquella sibila para que les pronosticase lo mismo que deseaban. Toda la ciencia de la adivina consistía en perspicacia y astucia. Algunas frases cabalísticas, mucha osadía y la casualidad algunas veces, concurrían para hacer creer en estupendas profecías, y de esta manera se hacía pasar por un oráculo. El oráculo estaba encerrado en un chiribitil, y allí ganó tanto dinero, que sin contar con otros recursos compró un empleo para su marido, y casa decente donde vivir.

Ocupó el chiribitil otra inquilina, a quien toda la ciudad, chicos y grandes, hombres y mujeres, iban a preguntar, lo mismo que antes, la buenaventura, de modo que aquel camaranchón, acreditado por la dueña anterior, viose convertido en otro antro de la Sibila. Su nueva huéspeda no podía quitarse la gente de encima.-“¡Yo adivina! Exclamaba, ¡os burláis de mí! Si no se leer ni escribir. Trabajo me ha costado aprender el Padrenuestro.” Pero no atendían razones. Tuvo que resignarse, que pronosticar y predecir, y llenar la bolsa de doblones, y ganar a la fuerza más que cuatro abogados. El aspecto y mueblaje de la casa contribuían al éxito. Cuatro sillas cojas, un mango de escoba, todo olía a sábado y a aquelarre. Si aquella buena mujer hubiese dicho verdades como puños en un aposento bien tapizado, nadie le hubiera creído. El prestigio estaba en el chiribitil.
La otra adivina se hundió.

La muestra y el rótulo aseguran la parroquia. He visto en los tribunales una toga mal puesta ganar mucho dinero. Habíala tomado la gente por el letrado A o B, que era en el foro campana gorda.

Ingratitud e injusticia de los hombres para con la fortuna


Era un comerciante, que traficando por mar, se enriqueció. Hizo muchos viajes, triunfando siempre de los vientos. Ningún escollo, arrecife ni remolino cobró peaje de sus mercancías. Eximiole la suerte de todo percance. Neptuno y las parcas imponían su derecho a todas sus camaradas, mientras que la fortuna se encargaba de llevar sus barcos a puertos de salvación. Socios y factores, todos le fueron fieles. Vendió muy bien su tabaco, su azúcar y su canela. Disputábanse sus porcelanas de China. La moda y el lujo aumentaron prodigiosamente su caudal; llovía oro en su gaveta. En su casa no se hablaba más que de doblones. Tenía perros, caballos y coches. Sus comidas de vigilia parecían banquetes de bodas. Viendo aquellos suntuosos festines, díjole un amigo: “¿De donde proviene tan buen trato?- ¿De donde ha de provenir más que de mi ingenio? Todo me lo debo a mí mismo, a mis afanes, a mi acierto en arriesgarme a tiempo y colocar bien el dinero. ”
Como el lucro es una cosa tan dulce y tentadora, arriesgó de nuevo el capital que había hecho, pero esta vez nada le salió bien. Culpa fue de su imprudencia; un buque mal equipado perdiese a la primera borrasca; otro mal provisto de armas, fue presa de corsarios; un tercer buque que pudo llegar a puerto, no despacho el cargo. El lujo y la moda habían cambiado. En fin, víctima de factores que le engañaron y de sus excesivos dispendios en edificaciones y francachelas, quedó pobre de repente. Su amigo, viéndole en tan mísero estado, le pregunto: “¿Y esto de que proviene?- ¡Ay, contestó, azares de la fortuna!- Consolaos, replicole, si la fortuna no quiere que seáis dichoso, sed por lo menos prudente y razonable.”

No sé si atendió el consejo. Lo que sé es que cada cual imputa, en caso parecido, su prosperidad a su propio trabajo e industria; y si por culpa suya tiene algún fracaso, desátase en querellas contra su ala suerte. El bien lo debemos siempre a nosotros mismos; el mal nos lo envía la fortuna. Siempre queremos tener razón, y que ella sea la culpable.

El hombre que corre tras la fortuna, y el que la aguarda en su cama

¿Quién no corre tras la fortuna? Quisiera estar en un sitio donde pudiese ver la muchedumbre de los que buscan en vano, de ceca en meca, a esa hija de la suerte, cortesanos afanosos de un fantasma volador. Cuando creen estar ya a sus alcances, la veleidosa escapa a sus pesquisas. ¡Pobres gentes! Las compadezco, porque los locos son más dignos de lástima que de enojo. “Tal sujeto, dicen, plantaba coles, y llegó a papa. ¿No valdremos tanto como él?” Valdréis tal vez cien veces más, pero ¿de que sirven nuestros meritos? ¿No es ciega la fortuna? Y por otra parte, el ser Papa, ¿Vale lo que cuesta? ¿La perdida del reposo? El reposo, tesoro de tal precio que en otro tiempo era la felicidad de los dioses, no lo otorga casi nunca la fortuna a sus favorecidos. No vayáis tras de esa diosa, y ella misma os buscará: así hacen siempre las mujeres.
Dos amigachos vivían en una aldehuela, en la que tenían alguna hacienda. Uno de ellos suspiraba sin cesar por la fortuna, y le dijo al otro: “¿Por qué no dejamos esta tierra? Bien sabes que ninguno es profeta en su patria. Probemos nuestra suerte en otra parte.-Pruébala tú, le contesto su camarada; yo no deseo mejor país, ni mejor vida. Sigue tus impulsos; pronto volverás. Te prometo que he de estar durmiendo hasta que vuelvas.”

El ambicioso, o quizás avariento, emprendió el camino, y al día siguiente llegó a un punto que debe frecuentar más que ningún otro la diosa fortuna, porque aquel lugar era la corte. Fijose en ella por algún tiempo; allí estaba de día y de noche a todas horas, y en todo se metía; pero nada le salía bien. “¿En qué consistirá esto? Pensaba. Tendré que buscar mi suerte en otra parte, y sin embargo, la fortuna habita en este sitio. Todos los días la veo entrar en casa de unos y otros ¿Cómo es que a la mía no viene? Bien me dijeron que no gusta del carácter ambicioso de estas gentes. ¡Adiós, pues, cortesanos: id en buena hora tras de una sombra que os engaña! Donde tiene la fortuna los mejores templos, es en la India; vamos allá” Y así que lo dijo, marchó a embarcarse.
Alma de bronce, y aún más dura que el diamante, hubo de tener el prior hombre que probó el camino de las aguas, desafiando los furores del mar. Nuestro campesino, durante su viaje, volvió los ojos más de una vez hacia su aldea, afrontando los peligros de los piratas, de los huracanes, de la calma chicha y de los escollos ignorados, ministros todos de la muerte. ¡Con cuántos trabajos vamos a buscarla en remotas playas, habiendo de encontrarla tan pronto sin salir de casa! Llego el viajero al Mogol.; allí le dijeron que donde prodigaba entonces la fortuna sus favores, era en el Japón. Volvió a emprender el camino. Habíanse cansado los mares de conducirlo, y todo el fruto que sacó de sus largas correrías, fue esta lección, que dan los salvajes a los civilizados: “Quédate tranquilo en tu casa, aleccionado por la experiencia.”En el Japón no tuvo más suerte nuestro hombre que en el Mogol; y al fin hubo de convencerse de que había hecho una solemne tontería dejando su pueblos. Renunció a los viajes infructuosos; volvió a su tierra, y al ver de lejos su casa, lloró de jubilo exclamando: “¡Dichoso quien vive tranquilo en su hogar, y sólo se ocupa de moderar sus deseos! No sabe, más que de oídas lo que es la corte, y el mar, y tu imperio, oh fortuna loca, que nos presentas a la vista honres y riquezas, tras los cuales corremos hasta el fin del mundo, sin ver cumplidas nunca tus promesas. Desde hoy, ya no me muevo, y lo pasare cien veces mejor”. Razonando de esta suerte y habiendo formado tal propósito en contra de la fortuna, dio con ella; estaba sentada a la puerta de su amigo, que dormía a pierna suelta.

domingo, 7 de octubre de 2007

La discordia


Por una manzana armó tal ruido la discordia, enemistando a los dioses, que la despacharon del Olimpo. Recibiéronla con los brazos abiertos esos pobres diablos que se llaman hombres, y también a su padre Tuyo-y-mió y a su hermano Que sí-Que no. Una vez en este mundo, nos hizo el honor de preferir nuestro hemisferio al de nuestras antípodas, gente inculta y grosera, que casándose sin intervención del cura ni notario, no tiene nada que ver con la discordia. Para hacerla ir al punto donde se requerían sus servicios, la fama se cuidaba de avisarla, y ella, con la mayor diligencia, acudía enseguida, embrollaba el debate e impedía la paz, convirtiendo cada chispa en un incendio. La fama llegó a quejarse de que no la encontraba nunca en un lugar fijo y seguro, y muchas veces perdía el tiempo buscándola. Era preciso, pues, que tomase casa, y que se supiese dónde para encontrarla mejor. Como no había entonces conventos de monjas, costote bastante encontrar habitación, pero al fin dio con ella: estableciese en el hogar del Himeneo.

El perro que suelta la presa


Hacemos todos cuentas galanas, y son tantos los locos que corren tras de vanas sombras, que no es posible contarlos. Hay que aplicarles el cuento de aquel perro que citaba Esopo.
Al pasar un río, vio reproducida en l corriente la presa que llevaba en la boca; soltola para echarse sobre aquella sombra; y por poco se ahoga; porque el río creció de pronto, y con gran trabajo pudo salir a la orilla, quedándose sin la presa que tenía, y sin la que ambicionaba.

El caballo y el asno


En este mundo hay que ayudarse unos a otros. Si muere tu vecino, caerá sobre ti su carga.
Iba un asno en compañía de un caballo descortés. No llevaba éste más que sus arneses, y el pobre jumento tal carga que no podía más. Rogole al caballo que le ayudase, aunque fuese un poco; si no, reventaría antes de llegar al pueblo. “No pido mucho, le decía, la mitad de mi carga es nada para ti.” Negase el caballo con el mayor desprecio; pero bien pronto vio morir a su camarada, y conoció cuán mal había obrado. Tuvo que llevar toda la carga del borrico y el pellejo del difunto por añadidura.

sábado, 6 de octubre de 2007

El pajarero, el azor y la alondra


Las injusticias de los malos sirven de excusa a las nuestras; ley del mundo es esta. Como trates a los demás te tratarán a ti.
Un labriego cazaba pajarillos con el espejuelo. El resplandor atrajo a una alondra; en el acto, un azor, que se cernía sobre los campos, se precipita sobre la avecilla, que cantaba junto a su sepulcro. Habíase librado la infeliz de la pérfida estratagema, cuando se vio en las garras del rapaz, y sintió sus afiladas uñas. Mientras se ocupaba el azor en desplumarla, quedó envuelto en las redes: “Pajarero, dijo en su idioma, suéltame; no te he hecho ningún mal.” El pajarero replicó. “ ¿Y ese animalito, que mal te había hecho?”

El león enfermo y la zorra


Estaba enfermo en su antro el rey de los animales y mandó hacer pregón a todos sus vasallos para que cada especie enviase una embajada a visitarle, con el bien entendido de que serían bien tratados, tanto los mensajeros, como la gente de su séquito, a fe de León. El edicto del príncipe recibió exacto cumplimiento, cada especie de animales enviole mensajeros; pero los zorros no se movieron, y uno de ellos explico el motivo. “Las huellas señaladas en el amino de los que van a rendir homenaje al enfermo, todas sin exceptuar una, están en dirección de su caverna. No hay ninguna que indique regreso. Esto da qué pensar. Dispénsenos su majestad: muchas gracias le damos por su salvoconducto; no le ponemos tacha, pero en el antro real vemos muy bien la entrada, y no vemos salida.”

El lugareño y la sierpe



Cuenta Esopo que un labriego, tan caritativo como imprevisor, paseando un día de invierno por su heredad, encontró una sierpe tendida en la nieve, transida, helada e inmóvil, y con tan poca vida que no le podía durar ni un cuarto de hora. El lugareño la coge, la lleva a casa, y sin pensar en cuál será el pago de su buena acción, la tiende junto al hogar y la hace volver en sí. Apenas sintió el reptil el grato calorcillo, recobró con la vida la ponzoña. Alzó un poco la cabeza, lanzó un silbido, replegase sobre sí y probo a dar un salto, arrojándose contra su bienhechor. “¡Ingrata! Exclamó el rustico: ¿ese es el pago que me das? ¡Vas a morir!” Y así diciendo, poseído de justa cólera, cogió el hacha, y en dos hachazos hizo tres sierpes de una: cabeza, tronco y cola. El bicho retorciéndose, probaba a juntarse: no lo pudo conseguir.

Ser caritativo es muy meritorio; pero ¿con quién? Ahí está la dificultad. En cuanto a los desagradecidos, todos tienen mal fin.

El sol y las ranas


Celebránse las bodas de un tirano, y el pueblo, con festiva algazara, ahogaba sus cuitas en los henchidos vasos. Esopo era el único a quien le parecían mal aquellos regocijos.
En tiempo de antaño, dijo, pensó el Sol en casarse, y comenzaron en seguida los lamentos de las anas. “¿Qué será de nostras si tiene hijos? Exclamaban. No hay más que un Sol, y apenas podemos sufrirlo; cuando haya media docena de Soles, quedarán en seco los mares y todos sus habitantes. ¡Adiós, juncares y pantanos! Anonada será nuestra raza, y pronto la veréis reducida a las aguas de la Laguna Estigia.” Paréceme que estas ranas no eran ranas para discurrir.

El asno y sus amos


El asno de un hortelano quejábase a la fortuna, porque le hacían poner en pie antes del alba.
“Muy temprano cantan los gallos, decía, pero yo soy mas tempranero todavía ¿Y para qué? Para llevar hortalizas al mercado. ¡Vaya un asunto interesante para interrumpirme el sueño!”
Atendió sus clamores la fortuna y le do otro amo: pasó a manos de un correjero. Las pieles eran pesadas, ¡y de tan mal olor! La impertinente acémila echó de menos bien pronto a su primer dueño.
“Cuando él no miraba, decía en sus adentros, atrapaba alguna hoja de col, sin costarme nada. Aquí no tengo gajes, como no sea algún trancazo.”
Consiguió de nuevo cambiar de suerte, y cayó en poder de un carbonero. Pero, no por eso cesaron las quejas.
“¡Vaya diablo! Exclamo al fin la fortuna: me ocupa más ese jumento que cien monarcas. ¿Presume ser el único descontento con su suerte? ¿No tengo que atender más que a él?”

¡Cuanta razón tenía la fortuna! Todos somos así: nadie está conforme con su condición y estado: nuestra suerte actual parécenos siempre la peor. Fatigamos al cielo con nuestras demandas, y si Dios nos concede a cada cual lo que le hemos pedido, aún le armamos nuevo caramillo.

La liebre y la tortuga


No llega más pronto quien más corre: lo que importa es partir a buena hora. Ejemplo son de esta verdad la liebre y la tortuga. “Apostemos, dijo ésta, a que no llegarás tan pronto como yo a aquel mojón- ¿Qué no llegaré tan pronto como tú? ¿Estas loca?- Contestó la liebre .Tendrás que purgarte, antes de emprender la carrera.-Loca o no loca, mantengo la apuesta.” Apostaron, pues, y pusieron junto al mojón lo apostado; saber lo que era, no importa a nuestro caso, ni tampoco quién fue juez e la contienda.

Nuestra liebre no tenía que dar más que cuatro saltos; digo cuatro, refiriéndome a los saltos desesperados que da, cuando la siguen ya de cera los perros, y ella los envía enhoramala y les hace devorar el yermo y la pradera. Teniendo, pues, tiempo de sobra para pacer, para dormir y para olfatear el viento, deja a la tortuga a paso de canónigo. Parte el pesado reptil, esfúerzase cuanto puede, se apresura lentamente; la liebre desdeña una fácil victoria, tiene en poco a su contrincante y juzga que importa a su decoro, no emprender la carrera hasta la ultima hora . Regodéase paciendo la fresca hierba, y se entretiene atenta a cualquier cosa, menos la apuesta. Cuando ve que la tortuga llega, ya a la meta, parte como un rayo; pero sus bríos son ya inútiles: llega primero su rival. “¿Qué te parece? Dícele ésta: ¿Tenía o no tenía razón? ¿De que te sirve tu agilidad?” ¡Vencida por mí! ¿Qué te pasaría, si llevases, como yo, la casa a cuestas?

miércoles, 3 de octubre de 2007

El ciervo en la fuente


Mirándose un ciervo en el cristal de una fuente, complacíase de su gallarda cornamenta, y veía a la vez disgustadísimo la delgadez de sus piernas, que iban a perderse dentro del agua. “¡Cuan desproporcionadas son mi cabeza y mis pies! Decía, contemplando dolorido su propia imagen. Supera mi cerviz a los más altos matorrales; pero las piernas no me honran. ” En esto pensaba, cuando un perro le hace correr busca refugio, dirigiéndose a la selva: sus cuernos, incómodo ornato, le detienen a cada paso y embarazan los buenos servicios de sus ágiles piernas, a las que fía su salvación. Desdícese entonces, y reniega del obsequio anual con que le favorece el cielo.

Anteponemos lo bello a lo útil; y lo bello nos daña muchas veces. Aquel ciervo fatuo criticaba sus piernas, que tan provechosas le eran, para encomiar los cuernos, que le servían de estorbo.