miércoles, 17 de octubre de 2007

El poder de las fábulas

Al señor de Barillón (1)

La jerarquía de un Embajador ¿puede rebajarse hasta escuchar vulgares cuentos? ¿Puedo atreverme a dedicaros mis pobres y humildes versos? ¿No serán tratados por vos de temerarios, si alguna vez levantan el vuelo? Tenéis asuntos más importantes de que ocuparos, que las contiendas de la comadreja y el gazapo. Leed mis fábulas, o no las leáis; pero impedid que caiga toda Europa sobre vosotros. Vengan, en buena hora, enemigos de todas las partes de la tierra: bien me parece; pero que pretenda Inglaterra romper la amistad de nuestros dos reyes, no lo puedo tragar (2) ¿No es tiempo ya de que descanse Luís? ¡Hércules mismo se fatigaría de combatir con esa Hidra! ¿Aun ha de levantar otra cabeza para hacer frente a su esforzado brazo? Si vuestro ingenio perspicaz, y vuestra elocuente palabra, logran los ánimos y evitar ese golpe, inmolaré cien corderos en vuestros altares: no es poco para un huésped del Parnaso. Y mientras tanto, hacedme la merced de aceptar estos granos de incienso, no rechacéis mi buena voluntad, ni el r elato en verso que os dedico. Su argumento os sienta bien; y no digo más, porque no permitís que insita nadie en vuestros elogios, aunque son tan merecidos, que hasta la envidia los aprueba.

En Atenas, ciudad frívola y tornadiza, un orador, que veía en peligro a su patria, suio a la tribuna; y valiéndose de un arte tiránico para forzar a las voluntades en una república, habló elocuentemente de la salvación común. No le atendían. Apeló a imágenes brillantes, que excitan los ánimos más sosegados; hizo hablar a los muertos; gritó y se esforzó cuanto pudo: llevose el viento sus palabras; nadie se conmovió. Estaba acostumbrado aquel pueblo trivial a las galas de la retórica, y ni se dignaba de escuchar al orador. Fijábanse todos en cualquier otra cosa: hasta había quien olvidaba su discurso para atender las reyertas de los chiquillos.
¿Qué hizo entonces el tribuno? Tomó por otro camino. “Ceres, dijo iba de viaje, con la anguila y la golondrina. Les detuvo un río: La anguila nadando y la golondrina volando, pasaron a la otra parte.- ¿Y Ceres? ¿Que hizo?” preguntó la gente, como si sólo tuviese una voz. “¿Qué hizo? Encolerizóse con vosotros. ¡Y con razón! ¿Es posible que su pueblo se interese por cuentos de niños, y entre todos los pueblos de la Grecia, sea el único que se olvide el peligro que le amenaza? Lo que debéis preguntarme no es lo que Ceres hizo, sino lo que hace Filipo”. La asamblea, subyugada, entregase por completo al orador. ¡Tanta fue la eficacia de su fabulilla!

Todos somos atenienses en este punto; y a mí mismo, que estoy escribiendo esta moraleja, si vinieran a contarme una fábula nueva, me darían por el gusto. Dicen que el mundo es viejo; pero hay que entretenerlo y divertirlo como a los niños.

(1) Embajador de Inglterra, amigo del autor y de madame Savigne.
(2) El parlamento ingles quería que si Luis XIV no hacía paces con los aliados, se uniese a ellos Carlos II para combatirle.

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